Con un nombre por destino, Ana, y una edad por nacimiento. Madre, esposa, hija y hermana, y en ese orden, pero, sobre todo, mujer. La maternidad llegó para enseñarme la fragilidad y la grandeza del amor.
Aprendiendo de la vida, bebiéndola a pequeños sorbos. Respirando bocanadas de aire fresco cuando el tiempo decide regalar momentos de felicidad y cogiendo impulso, derribando muros, mirando cara a cara al día en que todo se tuerce y parece que te quiere hundir en la miseria.
Me gusta arañar el tiempo y de unos meses para acá relamerme mis heridas y decir NO, y quedarme tan a gusto cuando lo digo. Y cuando encuentro algo que abre mi corazón, no paro de luchar hasta conseguirlo. Procuro que entonces mi alma se haya llenado de vida y de luz.
Pero no siempre es así y hay veces que me quedo hecha jirones, pedazos que se recomponen y que, aunque el tiempo dé su brazo a torcer y dulcifique la historia, en el fondo, muy en el fondo, una gota más de sangre se queda grabada en mí.
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