Yo nací en una casa grande en una calle ancha llena de mecedoras y sillas en verano y de soledad y ladridos de perros en invierno. En un pueblo de la sierra de Córdoba con un barrio alto que tenía una plaza de tierra prensada con un bar pequeño; y un barrio bajo con unas escaleras que bajaban a la plaza del Ayuntamiento, la casa del juez, la de las maestras, la del veterinario, la de los dos médicos, y el Café Español, con su salón de baile.
Mi casa de muros de adobe, puerta de madera maciza, veinte centímetros de llave de hierro, pasillo de piedrecitas colocadas como hojas, losetas pintadas de rojo a los lados, paredes encaladas, varias habitaciones, una despensa, una bodega con grandes tinajas, la cocina, el comedor, el patio, el gallinero y la cuadra. Arriba, el doblado con los arcones, el castillejo, algún somier de muelles hundidos, las artesas para curar los jamones, las orzas para los lomos y las aceitunas, y un cabezal de níquel desgastado.
Vivía con mi abuela, mis padres, mi hermana, mis tíos y sus seis hijos. Camas comunales de ropas revueltas, corros de mujeres cosiendo al atardecer en el patio, tamborileo de dedos en las palanganas de porcelana, El submarino amarillo cantado por mis primos a la vuelta de la carpintería, risas; y el olor del jabón hecho en casa, de la colonia a granel, del betún de los zapatos. Años de infancia y adolescencia donde germinaron mis primeras historias.
Con diecisiete años me vine a trabajar y estudiar a Madrid. Los cuentos se replegaron a un lugar de mi interior para dejar paso a los conciertos de jazz en el Johnny, los cine fórums, los sueños de libertad. Un compañero y dos hijos, mi trabajo como Técnico Auxiliar en Centros Ocupacionales con personas con discapacidad intelectual, y en Centros de Menores, me han dado la estabilidad. Y aquí sigo bajando a la mina de mi memoria, a la infancia cargada de imágenes, olores, sabores y roces de piel de las que surgen nuevas historias.