Una cita puede ser suficiente para dar una dimensión aproximada de la figura que aquí nos atañe: «Fue el único particular que ejerció una gran y efectiva influencia en el transcurso de la guerra de 1914-1918. Obviamente, hubo una docena de hombres, entre emperadores, reyes, jefes de Estado y comandantes en jefe, que formalizaron sus políticas y guiaron sus acontecimientos. Pero al margen de este círculo de grandes, Louis Raemaekers se distinguió felizmente por ser la única persona que, sin la asistencia de un título o cargo, influyó indudablemente en el destino de los pueblos». Así decía el obituario del London Times a la muerte, en julio de 1956, del otrora afamado viñetista y caricaturista holandés Louis Raemaekers (Roermond, 1869 – La Haya, 1956); y a fe cierta que no era una apreciación caprichosa o lisonjera, pese a que su nombre y su obra eran ya tan lejanos como los lúgubres acontecimientos que le habían dado fama. Antes al contrario, Raemaekers no solo registró con trazo firme e indeleble la historia de la Gran Guerra («el único hombre que ha sido capaz de inmortalizarla», a juicio temprano del Kansas City Star), sino que fue a su vez parte activa y determinante en la contienda, aunque no como héroe de las trincheras y sí como adalid —lápiz en ristre— de los más altos valores del hombre. Y así lo viene a confirmar la autorizada pluma del entonces ex presidente norteamericano Theodore Roosevelt: «sus viñetas son la más poderosa contribución de un neutral a la causa de la civilización durante la Guerra Mundial». Y es que los elocuentes dibujos de Raemaekers, cargados de sátira y desdén, rebosantes de acusadora crueldad o despiadada denuncia, palpitantes de rabiosa aflicción o emotiva ternura, y siempre indefectiblemente impactantes, calaron tan hondo en los ánimos de cuantos los conocieron y contemplaron —y se cuentan por millones—, se fijaron con tal fuerza y viveza en el imaginario colectivo, que a nadie dejaron indiferente...