Cuando me convocaron para escribir un libro sobre los griegos, di un respingo
de felicidad. Aun más, cuando me sugirieron que los relatos tuvieran un toque
de humor, me dije: ¡qué buena forma de rendir homenaje al espíritu de aquel
pueblo!. ¿Por qué digo esto? Porque la cultura griega me ha cautivado desde
muy temprana edad y, en especial, sus mitos, que funcionan como una plataforma
de acercamiento a aquella antigua civilización. Conocer, explorar, comprender
los mitos griegos es una actividad apasionante que nada tiene que ver con un
cúmulo de datos muertos, como podrían ser las estatuas decoloradas por el
tiempo, valiosas desde un punto de vista material y estético, pero aún más
desde un aspecto más sutil, si uno sabe remontarse con la imaginación y
devolverles vida: se abre un mundo maravilloso cuando, al contemplar un
monumento o leer un texto antiguo, uno recupera la montaña o el mar que fueron
paisaje viviente para los autores de ese monumento o aquel texto. Pensemos que
hubo alguien --alguien con piel tibia, con ilusiones, con necesidades y
miedos, en fin, alguien bien vivo-- que ha concebido estas narraciones y que
las sensaciones y enseñanzas se estibaron, unas sobre otras sobre otras sobre
otras, en lo más profundo de su alma, ¿no da vértigo considerarlo de este
modo? Hace ya algún tiempo --¡décadas, no centurias!--, mis padres me hicieron
el mejor regalo que puede recibir quien vive respirando en la imaginación y
siente amor por los pueblos del pasado: los cinco tomos de Historia del mundo,
de José Pijoan. No hace falta decir que los devoré con la voracidad del
famélico. Creo recordar que hasta me atraganté con alguna lanza o con algún
traidor reconocido o con alguna frase tan inextricable como la palabra
inextricable. Creo que la lectura de aquellos libros me fortaleció y me sirvió
para reconocer que nuestra generación --como toda generación-- es parte en
este devenir de pueblos y lanzas y frases inextricables. Pero mi alma quedó
"clavada" en la lectura de uno de esos tomos: ¡ah, los griegos! Allí aprendí
que aquellas magníficas estatuas, tan blancas las vemos como hoy, en realidad,
habían tenido muchos colores, pues aquellos artistas representaban el tono de
la piel, de los ojos, del cabello, de la ropa; y que todas esas obras de arte
formaban parte del paisaje cotidiano de hombres, mujeres, niños… y perros,
pajaritos, dioses, monstruos de mil caras, ninfas delicadas y cielos
turquesas. ¡Ah, los griegos! Es decir que, en su tiempo, las estatuas, como la
misma cultura que las había creado, expresaron lo más vivo, lo más cargado de
alma. Y esto constituyó un hallazgo, pues ya nunca más pude ver a los griegos
como un mero pueblo del pasado, "en blanco y negro": repintaba con mi
imaginación, aquellos hombres y mujeres y ciudades que ya no estaban sobre la
tierra y, de esta forma, revivía la tersura de las pieles, imaginaba los
modelos que habían sido hombres vivos, que habían tenido calor, sentimientos,
ideales. Aquel mundo del pasado se movía, estaba aún vivo: los griegos me
hablaban, las diosas me miraban, ¡y esto me llenó de felicidad! Cierto día
recordé que, en el colegio, había tenido un compañero griego, a quien la
maestra que nos enseñaba geometría le pedía que escribiera letras griegas en
el pizarrón: alfa, beta, gamma, delta… y sentía que se escribían sobre mi
corazón. Tiempo más tarde, cuando me escuché a mí mismo pronunciar mi primera
palabra en griego en el aula fría de una facultad, aquella misma sensación que
me habían producido las primeras letras me asaltó. Comprendí entonces cuán
importante es el idioma de un pueblo pues, además del universo sonoro que nos
trae el eco de sus voces, nos muestra una especie de radiografía de su alma:
la estructura de sus oraciones, la manera de narrar, los matices de
significados en una misma palabra, todo esto --y más, también-- nos muestra el
modo de concebir un mundo y de relacionarse con él. Por eso, luego de los
tomos de historia de Pijoan, siguieron otras lecturas: la de los mitos, los
cuentos de dioses, de ninfas, de héroes; lecturas de Ilíada y de Odisea, los
Himnos homéricos, la fascinación por lo órfico; y también siguieron los
trágicos y los líricos, y la lengua griega clásica, y los filósofos y las
comedias… ¡Ay, ay, los griegos! En el caso específico de los mitos griegos, ha
corrido mucha agua bajo el puente. Pero, ¿qué es un mito? En principio, si se
pudiera explicar racionalmente el contenido de un mito original, dejaría de
ser mito y pasaría a ser otra cosa: psicoanálisis, filosofía, mitología,
crítica literaria, antropología. Hay algo en el mito que participa del
misterio, de lo inefable, es decir, aquello que no se puede pronunciar, porque
las palabras humanas no alcanzarían a mostrar la verdad que se esconde en su
interior. Digamos, entonces, que podemos ver al mito desde el aspecto formal
--es decir, literario-- y desde el aspecto de contenido --es decir, qué nos
quiere decir--. En el primer caso, la mayoría de los investigadores está de
acuerdo: un mito es un relato, un cuento, una narración. En este sentido, no
tiene la forma de un texto explicativo, lógico, sino que sigue las leyes
propias del cuento. Pero, ¿cuento de qué tipo? Aquí es donde hay
discrepancias, las cuales, aunque menores, plantean diferencias visibles. Los
mitos "puros" nos refieren a un orden anterior al actual: las luchas de los
dioses formadores del cielo, de la tierra, del universo. Éste es un enfoque
cosmogónico, útil para referir el origen o para responder la pregunta "¿cómo
llegamos aquí?". De aquí se desprende que, también, el mito tiene, en lo
profundo, un sesgo patente de enfoque metafísico y místico, es decir,
religioso. Algunos aseguran que otra de las funciones del mito es armonizar al
individuo con el orden establecido: orden divino, social, individual. Desde
este punto de vista, no todos los relatos en los que participan dioses y seres
sobrenaturales dan cuenta de un orden anterior al establecido, pues muchas son
narraciones que tienen personajes definidos que luchan por superar una
dificultad y cargan sobre sus hombros el peso de una historia ejemplar para
los que lo veneran. Esos personajes son los héroes y este tipo de relato es la
leyenda, cuya característica más evidente es que se las toma como reales o
como si hubieran vivido en el pasado. Tal vez, Heracles --Hércules, para los
romanos-- es el héroe que más representa el ciclo de leyendas. Como sea --y
para salir de esta disquisición intelectual--, los mitos son cuentos antiguos,
en cuyo centro hay un contenido en clave para el alma. No, no dije la mente
racional a ultranza, dije el alma. No importa cuán "ilógicos" puedan ser desde
la forma, no importa cuánta carga de fantasía vaya en el contenido, los mitos
reflejan una realidad que sólo puede percibir la razón cuando se reconoce
herramienta del espíritu y no, un fin. Algo de esto hay en la bella leyenda
tardía de Psique y Eros. Veamos: Un rey tenía tres hijas hermosas en edad de
casamiento. Psique era la más bella de las tres, cuya hermosura extrahumana
atemorizaba a los pretendientes y, por eso, ella fue la única de sus hermanas
que no pudo casarse. El rey desesperaba porque le quedó de solterona no, la
más fea, sino la más bella. Entonces consultó al oráculo, el cual, con la
ambigüedad habitual, sentenció algo así: Rey, viste a la joven de novia y
llévala a la roca de un camino; un monstruo la convertirá en esposa. El rey
debió resignarse pues, como no había un candidato mejor, decidió dársela en
matrimonio al monstruo.Cuando Psique, vestida de novia, estaba sobre la roca,
llegó Céfiro, el viento suave del oeste, y la alzó por los aires. El viento
dejó a Psique en un palacio más o menos oscuro. Psique comenzó a caminar por
galerías y pasajes, sólo conducida por voces --voces agudas, graves-- que le
indicaban el camino: ahora ven para aquí, ahora ve para allí. De este modo,
llegó a su habitación. Y allí, sobre el camastro, vio tendido un cuerpo sobre
el que la escasa luz arrojaba sombras danzantes. Acuéstate, querida, le dijo
ese cuerpo que, por la voz, no parecía la de un monstruo, pues era dulce y
amoroso. No redundaré en detalle, pero el lector sólo debería saber que Psique
y el presunto monstruo yacieron aquella noche. Y no sólo aquella noche, sino
todas las siguientes. Psique estaba encantada, sólo que debía esperar al
atardecer para estar con su varón desconocido, pues alguna voz le había
ordenado que nunca preguntara qué hacía su compañero durante el día ni debía
averiguar la identidad, si no quería perderlo para siempre. La muchacha aceptó
esta condición. Un día, le pidió a su amante que le permitiera volver a ver a
la familia. Céfiro la depositó en el mismo camino en el que la había
encontrado la primera vez y Psique regresó a ver a su padre y sus hermanas.
Éstas, que creían estar felices, sintieron envidia y le recomendaron a Psique
que averiguara quién era el amante tan misterioso. Psique regresó a su palacio
justo a tiempo para recibir en el lecho a su visitante nocturno. Un poco más
tarde, recordó las palabras de sus hermanas y le entró la comezón de la duda.
Entonces acercó su lámpara para ver el rostro de quien la hacía tan feliz, y
observó con sorpresa que a su lado dormía un hermoso hombre con aspecto
adolescente: ni más ni menos que Eros, el dios del amor. La curiosidad pudo
más que la sorpresa, entonces Psique quiso acercarse más para admirar a aquel
hermoso dios desnudo y, sin querer, una gota de cebo hirviente saltó de la
lámpara hasta el brazo del querido. Eros despertó sobresaltado y al ver
enfrente los ojos de Psique que lo miraban con amor pero, también, con horror,
el dios se fue volando y no lo vio más. El relato continúa, por supuesto; se
complica la trama, leemos el dolor de Psique porque ya no está al lado del
Amor; Afrodita, diosa de la belleza y de la voluptuosidad, la hace su esclava,
la martiriza, la hermosa doncella sufre. Psique desciende a los infiernos y
recibe de Perséfone, la reina del Hades, el Agua de Juvencia; y, una vez más,
la curiosidad vence a la joven, quien cae dormida en un profundo sueño en el
momento en que abrió el frasco que le había dado la reina de los muertos. Eros
no se queda atrás con el dolor, porque siente que su vida ya no puede ser la
misma después de conocer a Psique. Entonces el dios la despertó de un flechazo
y le pidió a Zeus, el padre de los dioses, que lo autorizara a casarse con
Psique, una mortal. Por eso, Psique, el alma, y Eros, el amor, están unidos
desde entonces. Y todos felices.El relato de Psique y Eros, en realidad, no
pertenece a la tradición griega, pues es la creación de Apuleyo, un autor
romano del siglo II d.C. Pero lo traje a este prólogo porque sirve muy bien de
ilustración de por qué, muchas veces, con el afán de "explicarlo" todo,
perdemos el lazo con la sabiduría ancestral --y, por lo tanto, corremos el
riesgo de quedarnos con una estatua descolorida y vetusta, la ruina de una
obra viviente--, si no regresamos al círculo vital con lo aprendido en el
proceso. La razón es una parte de ese proceso, una parte bastante elevada, por
cierto, y absolutamente necesaria, pero no, final. Digamos que, para disfrutar
de estos relatos, es menester asociarse con un aspecto de la razón: la
inteligencia. Y aquí es donde juega el humor, del que ya habíamos hablado
antes. Por supuesto, no el humor de la burla. Puede haber humor obsceno,
incluso chabacano pero, cuando hablamos de mitos, el destino de ese humor es
de otra especie. El humor, en los relatos míticos que el lector tiene en sus
manos, tiene la función de ser la llave que abre la puerta de la imaginación
para vivenciar aquel pasado mítico. Es decir que, de alguna manera, lo hace
presente, sirve para repintar las estatuas blancas para que los hombres de
esta generación "leamos" lo sagrado y vivo de estas imágenes. Los griegos
sabían mucho de humor, por eso se prestan a ello y, desde la misma antigüedad,
los griegos desarrollaron una visión sagrada y elevada a partir del humor. Si
la mirada trágica --que también es griega-- hunde al hombre en las
profundidades del misterio de la vida, la mirada del humor, la cómica, eleva a
ese hombre desde esas profundidades y lo lleva al cielo. Es sólo una imagen
poética, pero válida. Hay muchos testimonios de esto: las comedias y los
dramas satíricos, que tenían como epicentro a dioses y héroes, pero para
arrancar risas a los espectadores y mostrarles de otro modo los misterios con
los que convivían. Las aventuras amorosas de Zeus, por ejemplo, o los celos de
su esposa Hera, vistos con la mirada aguda del humor, pueden ser un vehículo
para arribar a realidades espirituales de extremada altura --ya se decía en la
Edad Media: ridendo dicere verum (¿hace falta traducir esta sentencia latina?)
--. Para finalizar, sólo diré que, si este prólogo --que, como tal, tiene
ribetes discursivos más o menos racionales--, quiere acercar este texto al
lector y explicar los fundamentos de su redacción y del mito, entonces el
metálogo, al final del libro (al que, tal vez, podríamos haber llamado
antílogo), por sus características expresivas, ¿será vivencia de otra cosa? Lo
invito a este viaje por los mundos antiguos y por el reino de la verdad
"musitada al oído". Que los dioses lo acompañen, lector.
Título : Antes del principio
EAN : 9789871021857
Editorial : Ebook Argentino
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